Hoy celebramos la fiesta del nacimiento de Juan el Bautista. Esta es la solemnidad más antigua de un santo en la Iglesia. Tan importante es su fiesta que se permite que en lugar de las lecturas dominicales se celebre la misa de esta solemnidad. Pongamos atención en su mensaje. Más que hablar de la vocación de Juan el Bautista, en la cual podremos meditar el día que celebremos su martirio (29 de agosto), es importante que meditemos en esta fiesta sobre su nacimiento y sobre la actitud de sus padres.
Cuando contemplamos a los bebés recién nacidos nunca nos imaginamos qué será de ellos, de ese hijo o hija de Dios; los vemos tan pequeños que ni pensamos en lo que realizarán de grandes. Sin embargo, Isabel y Zacarías, supieron reconocer desde el principio que el niño que Dios ponía en sus manos no era sólo fruto de su carne, sino que el Espíritu de Dios había tenido mucho que ver en él y por eso le ponen Juan.
De la misma manera que Juan tenía una vocación divina, cada uno de nosotros la tenemos; todos estamos llamados a vivir en el amor, a dar testimonio de nuestro Padre, a ser testigos de la vida de Jesucristo, a ser portadores de la Buena Nueva. Por lo tanto, aquí cabría hacernos dos preguntas importantes:
Como mamá o papá, ¿hacia dónde estoy guiando a mis hijos? ¿Hacia Dios, o hacia mí? ¿O hacia ningún lado?
No pueden los padres de familia ser ciegos ante la realidad de que sus hijos son fruto de una voluntad divina y no sólo humana, que deben intentar con todo su corazón marcar en esos corazones la impronta de Dios y no sólo la impronta de su amor personal.
La segunda pregunta sería:
¿Cómo estoy viviendo mi vocación a la que fui llamado?
Todos hemos recibido una vocación al amor; este amor se puede vivir en un matrimonio, consagrándose a Dios por su Pueblo o desde la soltería; pero es un imperativo que se tiene que vivir.
¿Cómo estoy respondiendo a esa vocación al amor?
Juan el Bautista lo hizo como profeta, como el más grande de los profetas. Y nosotros, ¿cómo la realizamos?